Debemos reconocerlo, en el fondo, en la mayoría de todos nosotros todavía subyace el deseo más o menos consciente de que las cosas vuelvan a ser exactamente como antes, aunque ya sabemos de sobra que ese modelo de vida era insostenible.
Comentaba en un artículo anterior, Cambiando de rumbo, que cada vez toma más fuerza el debate sobre la necesidad de alternativas económicas. Pero en general nos habíamos acostumbrado al consumo de lo inútil, a no pensar en nada más que en satisfacer nuestros deseos, y quisiera profundizar en esta idea, porque pienso que sin hacerlo no podremos cambiar.
Nunca nos preguntamos de dónde surgen nuestros deseos, y si realmente somos libres cuando los satisfacemos de forma espontánea e instintiva. Ya casi nadie, excepto algunos filósofos, me imagino, se plantea la cuestión de la libertad. Se considera un tema demasiado complicado, y debatido durante siglos sin llegar a ninguna conclusión definitiva, y que por tanto ya no merece la pena dedicarle más tiempo de reflexión.
En realidad sí que se ha llegado a una conclusión, quizás no de forma teórica pero sí en la práctica, y es la del determinismo materialista. En el fondo se nos ha inoculado la convicción de que la libertad no existe, y que es solo una ilusión originada porque no conocemos las verdaderas causas que condicionan nuestros comportamientos y nuestras decisiones. Se ha establecido una concepción del ser humano y de la vida totalmente materialista y reduccionista, y todo se acaba explicando a partir de los genes o de los condicionantes del entorno.
Hemos pasado del “yo soy yo y mis circunstancias” de Ortega y Gasset, al “yo soy mis circunstancias”.