Tan poco prometedores son los datos de los índices de confianza que se destacan en los medios de comunicación que habría motivos para comenzar a llamarlos índices de desconfianza.
Sin embargo, en estas líneas me gustaría obviar las estadísticas oficiales y defender la confianza. Confiar como valor personal, como una forma de vivir que acaba modelándonos a nosotros mismos y a nuestro entorno.
Raúl Contreras y Núria González, promotores de la entidad social Nittúa, exponen algunas ideas al respecto en ¿Cuánto nos cuesta la desconfianza?, un interesante artículo que han publicado recientemente y quiero compartir aquí. Explican que la desconfianza nos echa a la espalda, entre muchos otros costes, la pesada carga de los gastos militares y de seguridad, y que “una sociedad construida desde la confianza no sólo sería mucho menos costosa para las personas, aún teniendo que sufrir algún que otro engaño, sino que nos permitiría a todos convivir como iguales en un espacio de construcción personal y colectivo”.
La desconfianza extrema nos lleva al puro cinismo porque, al fin y al cabo, si pensamos que todo y todos tienden a actuar de mala fe, ¿por qué no ibamos a hacerlo nosotros? Si no hay alternativa, ¿para que dar un paso en positivo?