Debemos reconocerlo, en el fondo, en la mayoría de todos nosotros todavía subyace el deseo más o menos consciente de que las cosas vuelvan a ser exactamente como antes, aunque ya sabemos de sobra que ese modelo de vida era insostenible.
Comentaba en un artículo anterior, Cambiando de rumbo, que cada vez toma más fuerza el debate sobre la necesidad de alternativas económicas. Pero en general nos habíamos acostumbrado al consumo de lo inútil, a no pensar en nada más que en satisfacer nuestros deseos, y quisiera profundizar en esta idea, porque pienso que sin hacerlo no podremos cambiar.
Nunca nos preguntamos de dónde surgen nuestros deseos, y si realmente somos libres cuando los satisfacemos de forma espontánea e instintiva. Ya casi nadie, excepto algunos filósofos, me imagino, se plantea la cuestión de la libertad. Se considera un tema demasiado complicado, y debatido durante siglos sin llegar a ninguna conclusión definitiva, y que por tanto ya no merece la pena dedicarle más tiempo de reflexión.
En realidad sí que se ha llegado a una conclusión, quizás no de forma teórica pero sí en la práctica, y es la del determinismo materialista. En el fondo se nos ha inoculado la convicción de que la libertad no existe, y que es solo una ilusión originada porque no conocemos las verdaderas causas que condicionan nuestros comportamientos y nuestras decisiones. Se ha establecido una concepción del ser humano y de la vida totalmente materialista y reduccionista, y todo se acaba explicando a partir de los genes o de los condicionantes del entorno.
Hemos pasado del “yo soy yo y mis circunstancias” de Ortega y Gasset, al “yo soy mis circunstancias”.
Alguien podría replicarme diciendo que al final da igual lo que pensemos sobre la libertad, que después de todo lo que importa es vivir el día a día, y que todas esas ideas no sirven para nada. Este es un argumento que me han dado muchas personas, pero que no comparto. Precisamente, yo considero que esta es una de las cuestiones (quizás es la cuestión) más importantes de nuestra vida, descubrir si realmente podemos ser libres (no digo que ya lo seamos) y tomar decisiones sin estar condicionados por nada ni por nadie, o si fatalmente siempre habrá algún condicionante interno o externo que actúe sobre nuestra voluntad y determine nuestra vida. Porque si realmente estamos convencidos de que la libertad no existe, entonces tampoco existe ninguna posibilidad de dar un sentido a la vida, y entramos de pleno en un vacío existencial.
Detener la destrucción de uno mismo
A mi modo de ver, este vacío es la causa primaria, el origen, de nuestra sociedad consumista de hoy. Este vacío interior provoca una necesidad subconsciente de plenitud; nos falta algo, no nos sentimos bien, y como que lo único que tenemos en cuenta es lo material, de forma impulsiva e insensata nos lanzamos a su consumo pensando que con ello seremos más felices, que conseguiremos aquello que nos falta. Pero la experiencia nos muestra justamente lo contrario, apenas has satisfecho un deseo ya tienes otro más grande; cuando acabas de comprar un objeto, ya no te satisface. Como dice un proverbio árabe: “No hay placer más grande que el de la vigilia”.
Anhelamos esto y lo otro, soñamos en tener lo que vemos en otros y pensamos que con ello seríamos felices, pero cuando lo tenemos no lo somos. Y en lugar de parar y reflexionar en por qué nos sucede esto, en vez de preguntarnos a fondo qué es lo que realmente necesitamos y lo que en realidad nos haría felices, seguimos, o hemos seguido, en esa espiral desenfrenada de consumo que nos ha llevado a la actual situación de destrucción social y medioambiental. Nos estamos autodestruyendo, y aún así nos resistimos a reconocer nuestro error y a enmendarlo. ¿Te has parado a pensar esto alguna vez?
No es tenerlo todo lo que nos hace felices, sino precisamente el luchar con todas nuestras capacidades por algún ideal, por algo que tenga sentido. Somos felices y nos sentimos realizados cuando después de un esfuerzo conseguimos algo que vale la pena, cuando somos útiles a la sociedad; ser útiles sí que nos hace felices. Y así deberíamos educar a los jóvenes, en el esfuerzo personal y en la búsqueda de sentido, en el ideal del servicio a la comunidad, porque así no solo encontrarían la felicidad (que para mí no es el objetivo sino el efecto secundario), sino que comenzarían a andar el camino hacia la libertad.